—¿De verdad crees que sea gratis? —preguntó Lucila a su marido mientras caminaban por la banqueta de la calle Mayorazgo; al escucharla, Fernando recordó que la Cineteca Nacional depende del gobierno y pensó que tal vez, eso del cine gratis era un engaño más de los políticos.
—Pues si no es gratis —contestó Fernando—, por lo menos ya caminamos un poco.
— ¿Un poco? A mí ya se me hizo muy lejos. El policía del metro Coyoacán nos dijo que el cine estaba a tres cuadras, pero no nos dijo de qué tamaño.
—Deja de quejarte mujer, mira ya llegamos, estos carteles deben ser de la película —dijo Fernando.
—Pero, esta película ya la vimos —reclamó Lucila mientras observaba las fotos que se exhibían en las rejas de la Cineteca —¿No te acuerdas? Es la de López Tarso. ¡Acuérdate! Es cuando Dios, la Muerte y el Diablo le piden a Macario un pedazo de guajolote; pero, él sólo le convida a la Muerte: que por ser la más flaca. ¿Te acuerdas?
—Con razón la función es gratis —contestó Fernando— estas películas las pasan en la tele, ya mero que van a pasar estrenos.
Lucila abrió su monedero y sacó la credencial que le servía para regresar todos los días a casa sin tener que pagar el costo del pasaje. Fernando metió la mano en la bolsa trasera de su pantalón, sacó una cartera de plástico, que al abrir, mostraba una foto de Juan, su primogénito, quien partió hacia el norte en busca de trabajo. Juan se marchó cuando tenía dieciséis años, desde que llegó a California trabajó como jardinero y cada mes les enviaba a sus padres mil pesos mensuales para ayudarles a pagar la renta del pequeño departamento en el que vivían. Detrás de la foto, estaba la credencial que Fernando obtuvo dos años antes que Lucila y un mes después de haber cumplido sesenta y cinco años.
Fernando mostró la credencial al vigilante explicándole que venían a la función de cine gratuito, el guardia, les sonrió y los invitó a pasar: «no hace falta su identificación» les dijo.
—¿Qué película pasan? —preguntó Lucila al guardia.
—No lo sé, jefecita, es que soy nuevo, pero allá les informan —contestó el guardia y señaló hacia el edificio central.
—Se llama «Perpetuum mobile» —les dijo un muchacho que también iba entrando.
La pareja, casi al unísono, agradeció la información que les regaló el adolescente, sin que ninguno de los dos entendiera el título de la película; sin embargo, se sintieron satisfechos por no tener que ver nuevamente a Macario negociando con la Muerte.
En un amplio espacio frente la blanca pared del edificio que servía de pantalla, varias parejas, acostadas sobre petates, veían en el cielo los tonos violetas y azules que producía el ocaso. Otras personas, cargando los petates, se iban acomodando en el pasto, algunas se quitaban los zapatos y otras más se tapaban con cobijas que sacaban de sus mochilas escolares.
Observó a un grupo de jóvenes y con profunda amabilidad, Fernando les preguntó acerca de la función de cine gratuito. Uno de los muchachos, el que cargaba una especie de tambor africano, le señaló el piso de pasto fresco y les explicó que la función seria al aire libre; les indicó también que la pantalla era precisamente la pared del edificio y que si querían disfrutar de la película con comodidad, más les valía apurarse a ocupar un espacio en el suelo.
—Vente Lucila vamos a agarrar un tapete —dijo Fernando.
—Petate, Fernando —dijo Lucila—. No te hagas que no los conoces, ni que nunca los hubieras visto, ¿a poco siempre hemos dormido en colchón?
Tomaron el petate de los extremos y juntos eligieron el lugar frente a la gran pared, Lucila veía como a su alrededor, algunas personas se quitaban los zapatos. «Ojalá que a Fernando no se le ocurra enseñar sus calcetines gastados del talón» pensó. Acomodaron el petate y se sentaron sobre él, estiraron las piernas y sintieron alivio por no tener que cargar sobre ellas, aunque sólo fuera por un rato, los años y el cansancio acumulado por permanecer de pie guardando, en bolsas de material reciclable, la despensa de los clientes del supermercado.
La película comenzó con la escena de una anciana que se movía gracias a una andadera tubular en la que se recargaba para poder dar pequeños pasos mientras barría y cantaba: «Soy huerfanita ¡ay!, no tengo padre ni madre. Ni un amigo ¡ay!, que me quiera consolar».
Lucila le pidió a Fernando: —Viejo, por favor no vayas a dejar que terminé así.
—¿Así como? —preguntó Fernando sin dejar de ver la película.
—Pues así de viejita y sin poder moverme —dijo Lucila—, mejor dame un balazo, por favor.
—¿Quieres que me quede solo? —preguntó Fernando. Volteó a verla y percibió un suave olor a café proveniente del petate del vecino, quien degustaba su bebida caliente en un vaso de unicel con tapita de plástico desechable.
Lucila, sin pensar su respuesta, le contestó: —Pues después de darme un balazo, tú mismo te das otro.
Fernando se quedó callado; después de unos minutos le dijo a su amada compañera de vida:
—Si tuviera una pistola ya la hubiera vendido para comprarme una pantalla como las que venden en la tienda y todas las noches me sentaría junto a ti para ver cómo ríes con las películas de Pardavé.
«Si tuviera una pistola» pensó Fernando, «la vendería y te llevaría al cine, a ver la película que quisieras, en una cómoda sala de asientos reclinables y, comeríamos una bolsa de palomitas para cada uno, con una copa de helado sabor vainilla, como cuando éramos novios».
Fernando se quitó la chamarra y con ella cubrió la espalda fría de su mujer. Lucila se recargó en el hombro de su esposo hasta que terminó la función.
Una respuesta a “Cine con olor a petate”
Hermosa muestra de amor. Gracias Ricardo